Hay una historia que comienza cuando el Big Ben da la medianoche. Esa historia es la mía. Hasta ahora no la conocía nadie más. Mejor dicho: también la conocen las sombrías calles de la ciudad.
Después de la última campanada, salgo de casa. Mi casa es un pozo mojado pero seco. Al levantarme, no siento frío, pero no me importa: ya estoy acostumbrada a no sentir, a dormir sin soñar pero soñando que la luz me despierta.
Vago, vago y veo cosas que, de una u otra forma, me sorprenden. Y después de analizarlas un rato, todavía no las comprendo. No sé por qué las luces de muchas viviendas, tres horas después, yo de vuelta a mi pozo, siguen encendidas. ¿Serán ellos como yo?
Será que muchos ansiamos la luz. A nuestra propia manera.
Tampoco sé por qué tan pocos enamorados pasean ya por el Támesis. Yo odio la soledad. Si verdaderamente me entendieran, jamás irían solos a ninguna parte. Yo voy sola y no puedo estar más sola que estando conmigo misma. Y no tengo nada, ni siquiera a mi vida. No tengo vida.
Vago, vago y busco la ansiada luz, pero sé que no llegará.
No llegará, lo sé, lo sé porque sé cuánto hice, y esta historia continúa.
Sin fin.